Abierto a la calle, siempre atestado, con una oferta limitada pero sustanciosa de comida asequible y, lo más característico, con ánforas de distintas clases de vino de la tierra, siempre mezclado con agua y especias, fresco en verano y caliente en invierno. Así era a grandes rasgos un termopolio, el popular establecimiento romano que podríamos considerar el antecedente del bar de vinos y tapas del presente.
Según apunta Hugh Johnson en su monumental obra The Story of Wine, en la célebre ciudad de Pompeya llegó a haber unas 200 tabernas. Entre las ruinas de la ciudad se puede apreciar, pintada sobre una pared, la lista de precios de una de esas "thermopolia". Una garrafa de vino común costaba un as, la unidad monetaria básica. Un euro, para entendernos. En la franja más alta de la oferta, una jarra de Falerno "el vino que bebían las clases poderosas del Imperio" se cotizaba a cuatro ases.
Cualquier urbe romana estaba llena de bares de vinos y cómida rápida, pero Pompeya es especial, y no solo porque la erupción del Vesubio del año 79 la preservó bajo un grueso manto de cenizas y lava. Su relevancia viene del hecho de que la ciudad era una de las capitales del comercio vinícola en el Mare Nostrum. Desde Pompeya se exportaba el reconocido vino de la región de Campania, y por el puerto de Pompeya entraban las ánforas de recio vino que llegaban de Hispania. Dice Hugh Johnson que la ciudad era sin duda el Burdeos de la época romana. Uno de los más famosos negociantes pompeyanos del siglo I a.C., Marco Porcio, hacía grabar su nombre en las ánforas con las que comerciaba. Algunas de ellas se han encontrado en lugares tan alejados como Baetulo (Badalona) y adivinad... Burdigala, la actual Burdeos.
Hoy parece como si los termopolios de Pompeya, detenidos en el tiempo, pudieran retomar su actividad en cualquier momento. Como si tras el bullicio del fin de semana, el dueño de la taberna esperara el reparto del lunes por la mañana para poder empezar una nueva semana en condiciones. Solo haría falta rellenar las ánforas vacías, pasar una bayeta por el mostrador de mármol y abrir de nuevo al público.
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